ESPINAS DE TUNA
I
La verdura nubló mi
mente
cuando los rayos del
sol se mecían
en los arcos de las
nubes negras;
nada sabía a piedra
quejosa,
y todo se acomodaba
en dos kilos
de ojos cerrados que
con arcos
de luz y agua
azotaban al silencio.
II
Una luz amarga se
tomó mi leche
temprano junto con
los gallos pordioseros
que por las mañanas
tejían horizontes rojos
que luego vendían los
domingos por la tarde en
las escuelas de
pornografía.
III
Era temprano, el sol
se erguía orgulloso de su poder,
turbas de manos se
acomodaban los anillos
y unas sábanas
retorcidas repetían la misma melodía,
al mismo tiempo que
el viento se arremolinaba
en sus uñas huecas
IV
El mundo se desgajaba
en las manos
del patriarca: todos
miraban como su piel
estallaba en sus
discursos a la moral
que luego recostaba
sobre la lujuria
y arrancaba escarnio
y vapor al destino.
Y sobre sus rodillas
corrían letras,
un huracán de luz
penetraba por la cocina
cuando apenas era un
pedazo de hierro;
por la noche el
universo corría encima
del vaho del campo
rubio diluyendo
el azar en una camisa
de once varas.
V
El mundo seguía los
pasos de las señoritas;
ellas apresuraban el
paso sobre el puente
de nodrizas hoscas
que a ramalazos de miel
se enrollaban el
arcoíris en sus mejillas.
VII
(Para enjurar a cualquier geometría se requiere
el vaivén de los sentidos mientras los palimsestos
del odio no arrebaten el deseo a las religiones.
Quizas el mar no exista en la mente de los locos
o quizas el amor es un arbol que enves de hojas tiene cuchillos
y los muebles de madera son bancos donde la gente guarda sus
sentimientos originales)
VIII
El mundo se avecinaba
en mi pared trasera
cuando los muebles
tomaban el camino más difícil
para llegar a las
esquinas apóstatas pero brillosas.
Los montes de rocas
austeras ya no entonaban canción
alguna, nadie sabía
que pasó con ellos;
cuando llegó la
lluvia y los arrastró hasta el hocico del destino,
había muchas armas
escondidas en las alas de los insectos
pero nadie se atrevió
a desobedecer al clima húmedo
que manaba de la
arena y que se enderezó con filos de lodo
en una tarde erguida.
VIII
La escuela se veía
majestuosa con sus besos colgados de los pupitres.
Las niñas adornadas con
hierba modorra y un corazón de indulgencia
se retorcía en sus
calcetas tocadas de mano.
No puedo olvidar esa
lozanía que erizaba mis cuadernos, mis lápices mi todo.
Esos vestidos
primorosos y llenos de vigor miedoso pero sonriente.
Mi respiración perdía
el ritmo cada vez que la tierra pedía permiso para
eructar sin embargo
mi pensamiento ardía de emoción ante el altar de
egos que se erigía en
cada esquina de la respiración de mis anhelos.
Las letras danzaban
en los lirios casi enloquecidos por el elixir de
caminos polvosos que
no vivían cerca de esa región sino llegaban
gracias a que el
murmullo de las lagartijas tejía una nave con hierbas
y mantos azules para
llevarlos a la escuela, hasta muy adentro,
asustando a los
cristales de las ventanas, espantándoles el sueño
y haciendo estremecer
las faldas de las niñas.
Los ritmos de las
hojas anchas en combinación
con las tentaciones
de las alfombras verdes,
no se cansaban de
alabar el ruido de las arrugas del terreno,
había incluso
bebedores de rocío que hacían fuego con cada
pedazo de
incertidumbre de los habitantes de los escombros
que dejaba la cosecha
de miedos de cada año.
IX
La estructura de mis
venas no conocía el sabor
de mis órganos, mas
bien no podía imaginarse
las tormentas y el
desencanto que ilustraba la edad adulta.
Mi que huía de la
planicie y se refugiaba en los recovecos
de los truenos, no
tenía el sabor necesario para enfrentar
la osamenta del
destino ni la certitud que acompaña la vuelta del sol.
La mareas del tiempo
de luciérnaga se daban la vuelta
y tras bostezo sobre
bostezo se vomitaban encima
de los renacuajos
infieles que la noche amamantaba.
Nada podía detener a
la piel curtida con alas de pájaro clandestino
y un rozón de bala
acalambrada;
pero vino el azar y
se echó a cuestas los primeros océanos.
X
La gran madeja de
incertidumbres y deseos se miraba al espejo
que junto al mar
parecía un algodón teñido de esperanzas,
solo que el mar no
era mar sino un gran rugido que salía de los
tallos de los
mártires enterrados en las copas de los árboles:
nada de eso detenía
el desgranar de mocedades.
Entonces llegaron los
sátrapas y se comieron al sol
con los ojos cerrados
mientras las estrellas en un cajón del
limbo leían las
noticias llegadas de un manjar arrepentido,
y sin siquiera
voltear la cara hacia el orificio del trueno
que se había quebrado
bajo la jeringa del renglón asustado,
cada paso del
calvario se comió a una ballena azul.
XI
Había árboles secos
como había follajes cabalgando
sobre las olas de un
manjar iletrado por conveniencia;
las madres que
quedaron con vida hacían iglesias
con el sudor de
plantas medicinales y las sazonaban
con vírgenes
encontradas en el fulgor de los anillos del
patriarca.
Había limosneros,
monos y pedazos de placer
encima de cactos en
flor jugando cartas,
apostando pedazos de
ideales y tirando mendrugos
al viento que en ese
momento se acababa de casar
con el cacique de la
zanahoria y el sudor heridor.
Los sexos se sucedían
como caracoles embotados
mediante lunas
abiertas de pecho
y como quejándose del
destino,
unas yerbas heridas
con savia
enloquecida se
hincaban ante
el reflejo de un
cuento acerca de los
truenos de invierno.
XII
Un ardor se apoderó
de mi cicatriz
y como corriendo
contra el muro de un pesar,
se desterraron los
coralillos con una mano
encima en los
bolsillos llenos de agua bendita
y ramos de flores
traviesas: el ardor fingió demencia.
Mediante armas hechas
con ardillas y un ramo de flores,
un suspiro se percató
de la altura del monte,
antes habia visitado
a su familia en el dormitorio
para arcos de
triunfo: el suspiro se armó de valor
XIII
En una cabaña de
madera a las orillas de la galaxia
de la ignoracia, en
el sureste de los marranos y a punto de dibujar
mis primeras
orinadas, me levanté contra el jugo de naranja.
Muchos años atrás en
ese pedazo de papel
de angosta blancura y
de aceras indígenas,
cualquier arrojo
necesitaba el permiso de las alondras
y una pizca de agua
quebrada.
Pero hoy hay hoyos en
la ley que se han llenado
con polvo de esperanza,
no acaso letras rancias
y manoteadas con
guantes de hiena,
sino lagartos con
credencial de firmamento
y casa en el diván
del oso mayor.
Cuando los vientos
llegaron
la tierra tomaba
refugio debajo de un atril;
las sillas
estornudaban cada tres arcadas
lo que hacía
imposible para los discos
de ternura ciudadana
abrir los recuerdos
empotrados en el
destino de las llamas.
Las amas de casa cada
noche llenaban
con encantos las
raíces de las mesas
somnolientas y listas
para partir de
los bordes
incandescentes del martirilogio:
mi tarea estaba hecha
solo restaba soñar.
XIV
Un día hecho por
gracias de la luna
vino un animal con
manos de secretaria
a invitarme a la boda
de los santos entristecidos:
que ruido y que
plenitud de cardúmenes
llenaban las manos de
los artesanos;
no había grieta que
no se quejara del
arrepentido camino y
sus piedras y su polvo.
Penas que apenas se
hundían en el abismo certero
que habitaba en el
empeine de un ramaje pordiosero pero
muy pertinente al
invocar al pecado: uno se tienta otros no.
XV
Sobre las huellas
de los pájaros se dibujan enjambres de alegría.
No hay día sin que
vengan a abrevar los instintos a la palabra escrita.
No me irrita tanta
humedad en la hoz de la serpentina sino su aro marchito
y su brevedad
alternada.
Altanera una vez
la nostalgia se arrastraba por los ojos de los montes pelones
hasta que de
pronto la penumbra alzó su entrañas para dejar salir los engaños
del trueno y el
chasquido de unos billetes amordazados, entonces apareció ella
con la piel
desdibujada pero cubierta de botellas relucientes y altaneras.
XVI
Vasto y silencioso
como agreste manto,
cordura taciturna
como rabo de alba equivocada,
incienso saleroso
como trapo de arroyuelo,
indefensa y voraz
como las tardes ante el destino,
encontrando al muro
del perdón o el paredón de la suerte.
Bañándose con
cristales y derrochando las sonrisas,
los enemigos de
sustento diario corrían tras el inseparable
fragor de las
máscaras del escarnio y con armas fulgurantes
les abrían el vientre
a las encrucijadas de donde salían
peces en traje de
diputado.
(¿De qué cielo caído
se hacía el pedernal?)
XVII
Llegó el día con más
colores
colgando del
entrecejo abrupto y pordiosero seño.
Un beso gigante se
adueñó del aire haciendo que el arena
fugaz y alevosa se
apoderara de mi razón,
y todos mis amigos
llegaron al mismo tiempo que yo.
Los muebles de mi
escuela eran como almas antes de llegar al purgatorio,
los volcanes
mexicanos llenaban parte de mi imaginación con pájaros asomándose y dejándose caer
por las páginas de mis libros atónitos por el ataque iracundo de mis ansias de
inundar mi conciencia con universos suaves y nocturnos y de todas las
estaciones que supieran hablar con el idioma de los montes, los ríos, la escasa
lluvia y algunas matorrales atolondrados de tanto sol.
Por las tardes cuando
el sol se entretenía con los primeros piropos a la luna, los campos de polvo se
mecían entre mis manos y los libros me perdonaban instantes suaves algunas
veces amargos con musgo de mis pantalones con el yo escondido entre mi cuerpo
inmaduro y soñador.
Ahí se reconocía
entre más vuelos de pájaros y su brevedad arisca la insuficiencia de líneas de
nubes, armas insurrectas colgadas de las barbas del anochecer, un caminar de
hormigas y alfombras sobre los hombros de animales corretones entre el pasto
alegre y las mazorcas de dos días de cosecha.
Nada podía detener el
golpe de los espejos sobre las llamas de mi edad sin embargo un reposo gentil
de solaz y martirio entre las piedras que se acumularon
atrás de mis
intenciones rompieron a llorar manadas borregos sollozando.
Los espejos se
volvieron a reunir pero esta vez bajo el arco amargo de una encrucijada alta y
maciza como el grosor del dinero.
Por las líneas de las
hojas de un pirú los jugadores de béisbol advertían las gargantas atrapando al
sol de la mañana: nadie iba a la escuela porque
el mar se negó a
bañarse en nuestros pupitres, y con la pena atrapando los ojos inciertos, el
aire salió de ahí con la cara entre las manos.
Un silencio abrazó la
pared del único salón y el único maestro se comió todos gises luego apareció en
el pizarrón como página de libro.
Nadie de se movía esa
vez hasta que un aroma de matorrales aturdidos
se apoltronó contra
las brazas de nuestro pechos poniéndonos una máscara de memoria y lujuria que
nos miraba con demasiada y amarilla insistencia, entre ondas de estatura
vientres y llagas socarronas.
Los gritos que se
acumulaban en las esquinas de la edad a veces pedían auxilio al universo otras
veces se pudrían, mas bien siempre se pudrían y su hedor llenaba cubetas de
entusiasmo y muchos premios escolares.
Demasiados aciertos y
demasiadas claridades se mofaban con una esponja desafiando a los anillos de
los prelados casi inexistentes en los domingos de ramos y el fruto prometido con los hielos foráneos.
Nada se escurría
entre los dedos del escarnio para que las parvadas de insectos vinieran a
contar a los troncos de los árboles su inmaculada naturalidad y cómo se ganaban
la amistad de los niños que quisieran escuchar esas voces con padrinos en los
libros escolares y hacían llorar los reflejos de los cristales de mi escuela.