La
gente
Entre el fuego sabio y el humo adolorido
se levantó la gente a caminar
por los extremos del dolor.
Cuando las pantallas
exudaron hambre y terrenos baldíos
y no preguntaron por el hermano ni el encarcelado,
partieron los
suspiros
La gente, otra vez la gente que no se calla,
la gente que carga
sus lavaderos,
sus calles llenas de
perros y sus tendederos asalariados;
la gente que dice
basta al contubernio de pájaros enfermos
y que no deja pasar
a los montes de oro enlodado.
Esa gente que con cuchillos en la
espalda inunda las
enciclopedias.
La gente de escuelas y ríos atormentados
en la conciencia de los científicos;
la gente de las
hierbas que se arrastran
en los parlamentos y
cubren las paredes
de los edificios de
los bancos nacionales.
Algunas veces esa gente se ha negado
a dormir con las
estrellas falsas
y se ha ido a bailar con la brisa y los manjares
del trabajo cotidiano, a pesar de que los monstruos
con cara de pistola
invaden todos los jardines
para comense todas las frutas y las flores
y los pájaros rojos y amarillos espantados
se van a buscar otro cielo con otra rasgadura,
con otros listones, con otras frutas y
otras nubes borrachas.
La gente quiere otra parádoja, otro
horizonte,
no quiere inmolar al monstruo ni cambiarlo,
quiere irse lejos de sus fétidas
y facéticas fauces y de sus matonas huestes;
lejos de sus andrajos
de justicia
de sus babas colgadas del presupuesto secreto,
de sus pájaros ametralladores,
y de sus oscuras ráfagas de cobardía.
La gente quiere pañuelos blancos y libros de algarabía.